lunes, 7 de mayo de 2012

Todos tenemos una partícula de odio, dice Mario Bojórquez, ese  diminuto ser que habita en tu necio orgullo, por el que levantas la quijada en posición fotográfica para revistas de moda y mirándome con desdén tiras mi cariño, lo haces sin prudencia, con la misma actitud del abuelo con alzheimer que tira los restos de cacahuate que se le escurren de la boca, por la ventanilla del coche yendo en carretera. Así contaminas las calles de mi alma, secando cada flor a tu paso, regando con tu silencio la sequía de las ilusiones, convirtiendo esa partícula en un monstruo maldito que deshoja las esperanzas, que acaba con la sonrisa de la niña que alguna vez soñaba con un mundo feliz. Es casi increíble que una pequeña partícula de odio sólo por habitar en tu ego masculino tenga más poder que los miles de segundos que se juntan en mi mente construyendo castillos lejanos y tranquilos para ti, de los que te has regresado para enlodarte del bullicio de la sociedad urbana, hipócrita de los buenos sentimientos, disfrazada de prejuicios. 
     Pero no, dicen las hadas que cantan a mis oídos cuando el cielo se torna naranja anunciando la tristeza de mis ojos, que no, que tu partida no es contaminación como tu llegada, que haces bien a mi vida si te vas; que en mí hay remedio, que obstruya el paso de ese diminuto ser  de resentimiento por los caminos azules de mi cuerpo, que te disculpe como al abuelo con alzheimer o como a los judíos cuando jugaban barajas en la noche del cristo crucificado, porque efectivamente, no sabes lo que haces.Que lo que sienta por ti, no es asunto de la partícula de odio, sino de la caridad que se siente por el niño perdido, de la lástima por el perro callejero sin rumbo, de la compasión por el  abuelo sin memoria que tira migajas en carretera; porque así estás tú, perdido, sin rumbo y sin memoria para guardar siquiera las líneas que ahora escribo.

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